
No supo por qué se despertó más temprano aquella mañana.
Ni siquiera había dormido bien.
El cuerpo le dolía como siempre, un poco más en las manos, un poco menos en la espalda. Pero ese no era el motivo. Había algo más.
Algo, como si la vida hubiera respirado hondo dentro de ella mientras dormía y ahora le dejara el eco.
Se levantó despacio, sin hacer ruido. No quería despertar a los miedos que dormían con ella desde hacía años.
La casa estaba en silencio. Solo el goteo persistente del grifo de la cocina y algún trino impaciente tras la ventana recordaban, que el mundo seguía girando, aunque ella se hubiera detenido hace tiempo.
Esta vez no puso música, ni se hizo un café, ni cogió el teléfono.
Fue directa al cajón donde guardaba una libreta antigua que había comprado hacía años para empezar “algo” que nunca comenzó. De tapas duras, con la esquina un poco doblada, y hojas que olían a todo lo que no había escrito.
La apoyó sobre la mesa y se quedó mirando la primera página en blanco.
El corazón le latía más fuerte de lo habitual. Tenia una sensación extraña que ya, casi no recordaba. Era vida.
No pensaba escribir algo perfecto ni algo hermoso. Ni siquiera, algo que tuviera sentido. Solo… algo. Algo que no se quedara atragantado por dentro.
Algo que pudiera salir por fin de su pecho sin pedir perdón.
Tomó una pluma cualquiera, de esas que parecen no tener nada especial pero que escriben como si fueran mágicas.
Y escribió:
Hoy he recordado cómo se siente volver a sentir.
El recuerdo ha venido como un murmullo.
Como si alguien muy dentro de mí hubiera dicho:
“Estás viva. Aunque duela. Estás viva.”
Se detuvo de repente. Le temblaban las manos, como cuando uno toca algo sagrado. Y volvió a escribir:
“No sé si mañana me levantaré igual.
No sé si esto es solo una chispa fugaz.
Pero hoy he querido sentarme aquí, en silencio,
y escribir desde la herida que respira.No busco que nadie me lea.
Pero si alguien encuentra estas palabras algún día,
que sepa que fueron escritas por una mujer que creyó, durante mucho tiempo,
que ya no tenía nada que decir.”
Se le llenaron los ojos de agua por la belleza de reconocerse en esas palabras.
Se había pasado años entera para los demás, pero rota para ella.
Y ahora, por fin, algo dentro comenzaba a recomponerse.
Siguió escribiendo. Era su propia vida escrita sin filtro.
Era su forma de empezar a latir de nuevo.
Al cabo de una hora, cerró la libreta y la abrazó contra el pecho, como si fuera un diario íntimo. Como si en esas hojas hubiera dejado las primeras semillas de algo nuevo. Algo que ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero que ya respiraba por sí solo.
Se levantó, fue a la cocina, se preparó una infusión y miró por la ventana.
El mundo seguía. El dolor también.
Pero ella había escrito.
Y ese gesto, pequeño e invisible para los demás, era su milagro silencioso.
Esa mañana no comenzó un libro.
Solo volvió a escucharse.
Y en ese gesto, imperceptible para cualquiera, empezó el latido.
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