Clara llevaba semanas sin salir de casa. No eran semanas, en realidad. Había perdido la cuenta. Podrían ser meses. O inviernos enteros. Las persianas bajadas, el pijama convertido en uniforme de guerra, el silencio, convertido en el eco de sus pensamientos más oscuros. El dolor, se le deslizaba por las articulaciones como si fuera hielo líquido. Y, no solo era físico. El alma, también dolía. Como, si cada intento de levantarse, fuera una batalla librada en un campo invisible.

Esa mañana, algo cambió. No fue una epifanía. No fue una voz divina, ni un rayo de luz descendiendo desde las alturas. Fue, más bien un susurro. Una sensación minúscula, como una mota de polvo que se posa en el pecho. Algo le dijo: baja. No al mundo, no al supermercado, no al hospital. Solo baja. Ponte los zapatos, si puedes. Pásate un peine. Respira hondo. Y baja.

Le costó horrores. Cada movimiento era como si tuviera que negociar con un ejército de “no puedo”, instalados en cada músculo. Pero lo hizo. Se puso una bufanda. Se peinó sin mirarse al espejo. Salió al rellano. Bajó los escalones, como si descendiera a un lugar sagrado. Abrió la puerta del edificio. Y ahí estaba: el aire. Frío, limpio, real.

No caminó mucho. Apenas unos metros, hasta la plaza de su barrio. Al fondo, medio escondido entre arbustos, había un banco de piedra bajo un almendro. Se sentó allí. El banco le pareció más acogedor que cualquier cama. El árbol, aún sin hojas del todo, empezaba a mostrar pequeñas flores blancas. Era febrero. Aún hacía frío. Pero ese almendro ya había empezado su revolución.

—Siempre florece antes de tiempo —dijo una voz a su lado.

Clara giró el rostro. Una mujer mayor, de pelo blanco recogido en un moño imperfecto, le sonreía con ternura.

—¿Perdón?

—El almendro. Es el único del barrio que florece en febrero. Es impaciente o valiente, según el día. A veces, creo que solo quiere recordarnos, que la vida no espera.

La mujer, se sentó a su lado sin pedir permiso. No lo necesitaba. Traía paz consigo, como quien carga una lámpara encendida y sabe exactamente dónde ponerla.

—Te hacía falta el sol —añadió, sin juicio.

Clara asintió. No habló. Pero, algo en ella se ablandó. Como si alguien, por primera vez en mucho tiempo, hubiera pronunciado una frase que no exigía respuesta, solo presencia.

—Yo me siento aquí, todos los días, desde hace años, —continuó la mujer—. Vine la primera vez después de perder a mi hija. Durante meses no quise ver a nadie. No comía. No dormía. No hablaba. Y un día, desde la ventana, vi una flor blanca en este árbol. Fue una tontería, pero me pareció una señal. Salí solo para verla de cerca. Me senté. Y lloré. Como nunca había llorado. Pero fue distinto. No era llanto de rendición. Era… como si la vida me dijera:

“Sigo aquí, cuando quieras”.

Clara tragó saliva. El pecho se le comprimió. Aquel relato ajeno, le tocaba una costura antigua. También ella había perdido cosas. Personas. Fuerzas. Ilusiones. También ella, había sentido que el mundo seguía sin ella.

—¿Y luego? —preguntó, sin darse cuenta.

—Luego, volví, al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. No cambió nada al principio. Seguía sin dormir. Seguía con el vacío. Pero, sentarme aquí, me hacía sentir que no era un fantasma. Que el sol, aún podía tocarme la piel sin pedirme nada a cambio.

Un silencio se instaló entre ellas. Cómodo. Honesto. Como el de las personas que no necesitan llenar los huecos con palabras.

El almendro tenía ya varias flores abiertas. Una brisa suave, movía las ramas y algunas caían, lentas, danzando hasta el suelo. Clara las observaba con una concentración inusual. Como, si mirar una flor caer, fuera su única tarea importante ese día.

—¿Sabes qué es lo curioso del almendro? —dijo la mujer, con la voz más baja—. Que florece antes de estar completamente listo. Se arriesga. Muestra su belleza en medio del frío. No espera a que todo esté perfecto. Y por eso… lo amamos más.

Clara, sintió un nudo en la garganta. No sabía por qué, pero quería llorar. No de tristeza. De reconocimiento. De ternura.

La mujer se levantó con suavidad. Le tocó el hombro.

—Volverás, ¿verdad?

Clara asintió, sin necesidad de pensarlo. La mujer le guiñó un ojo.

—Este banco ya te reconoce.

Y se fue.

Clara, se quedó allí un rato más. Respiró. Escuchó el canto de un mirlo. Sintió el calor tibio del sol en las mejillas. No pensó en el futuro. No pensó en curarse.

Ni en recuperarse. Solo pensó en la flor que caía. En el banco que la reconocía. En esa frase:

“Florece antes de tiempo. No espera a estar lista.”

Cuando volvió a casa, no fue bailando, ni con música de fondo. Fue lenta. Despacio. Cansada. Pero algo, algo muy leve, había cambiado. Como una primera semilla. Como un leve giro hacia el sí. Y al día siguiente, Clara volvió al banco.

Y al otro también.

Porque, en ese rincón de plaza, bajo ese almendro testarudo, había descubierto, algo que el dolor nunca le había contado: que a veces, no hay que estar bien para volver a empezar. A veces, basta con sentarse al sol. Y esperar.


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