Marina, siempre había tenido miedo a la oscuridad, pero no a la que se ve con los ojos, sino a la que se siente en el alma. Después del accidente que la dejó con fibromialgia y fatiga crónica, su mundo, se volvió un lugar de sombras interiores, donde cada paso, era una batalla y cada día, un territorio desconocido.

La casa antigua de su abuela era un refugio que olía a madera vieja y recuerdos que se resistían a desaparecer. El desván, un espacio polvoriento y lleno de cajas, se convirtió en su santuario. Allí, entre trastos y fotografías amarillentas, encontraba un silencio distinto, uno que le permitía respirar sin que el peso del día la aplastara.

Una tarde de otoño, mientras revisaba un baúl cubierto de polvo, encontró una pequeña lámpara de aceite, cubierta de telarañas y olvidada entre otros objetos. Sin pensarlo, decidió limpiarla con un trapo viejo. Al encenderla, la llama temblorosa iluminó el desván con una luz cálida y suave, que parecía ahuyentar no solo las sombras físicas, sino también las que llevaba dentro.

Sentada en el suelo, junto a la lámpara, Marina sacó un cuaderno que había encontrado entre los papeles de la abuela. Empezó a escribir, al principio sin un plan, solo dejando fluir los pensamientos que la agobiaban. Escribió sobre sus miedos más profundos, sobre el dolor que no podía explicar, y también sobre pequeños destellos de esperanza: la sonrisa de un amigo, el aroma del café por la mañana, la música que a veces la acompañaba en sus días oscuros.

La luz de la lámpara, se convirtió en un símbolo de resistencia, un faro pequeño pero constante en su vida cambiante. Cada palabra que escribía, era un acto de valentía, un recordatorio de que, aunque el camino fuera incierto y difícil, siempre había una chispa a la que agarrarse.

Con el tiempo, Marina comenzó a invitar a amigas que también atravesaban momentos complejos a compartir ese espacio en el desván. No necesitaban hablar mucho; bastaba con estar juntas, tejiendo silencios que decían más que cualquier palabra. En ese refugio, entre risas contenidas y lágrimas compartidas, construyeron una red de apoyo que les permitía seguir adelante, a pesar del cansancio y el dolor que pesaban en sus cuerpos.

Una noche, bajo la luz tenue de la lámpara, Marina escribió:

«En la oscuridad aprendí que la luz no es ausencia de sombra, sino la valentía de brillar a pesar de ella.»

 Aquellas palabras, no solo iluminaron su alma, sino también la de quienes compartían ese pequeño santuario.

El desván, con su polvo y su silencio, se transformó en un espacio de renacimiento. Un lugar donde el dolor podía existir, pero donde la esperanza, siempre encontraba un rincón para crecer.

 


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