
Mara siempre había pensado que su cuerpo era una trampa. Desde muy joven, las mañanas eran un campo de minas: rigidez en los músculos, punzadas impredecibles, una fatiga que no desaparecía ni tras las mejores noches. Había probado de todo: médicos, fisioterapeutas, remedios naturales, terapias que prometían mundos y apenas le regalaban minutos de alivio. Aceptó que el dolor era su compañero, pero nunca consiguió hacer las paces con él.
Por eso, cuando su vecina del tercero le ofreció aquella mecedora vieja —una reliquia de su abuela, dijo—, su primer impulso fue negarse. ¿Qué iba a hacer ella con un mueble más? Pero la vecina insistió: “No es una mecedora cualquiera. Es… especial.”
Mara aceptó más por no discutir que por convicción. La mecedora llegó a su salón un jueves gris, acompañada de crujidos de madera y una leve fragancia a lavanda vieja. Era de madera oscura, con un cojín grueso y tejido de lino algo descolorido. No tenía nada llamativo, pero al tocar los brazos curvados sintió una tibieza inesperada, como si la madera no hubiera estado en una furgoneta sino frente a un fuego encendido.
Aquella tarde, después de arrastrarse por las tareas cotidianas y sentir el cuerpo más torcido que nunca, se sentó sin muchas esperanzas. La mecedora cedió bajo su peso con un susurro de bienvenida. Se balanceó hacia atrás… y la magia comenzó.
El movimiento fue más suave de lo esperado. No el típico vaivén rítmico que a veces agravaba los mareos, sino un balanceo leve, como una caricia. Y entonces lo sintió: un calor sutil, empezando por la parte baja de la espalda, ascendiendo sin prisas hasta los hombros, relajando la rigidez de sus piernas, aflojando la presión en el pecho.
No era un calor que quemara ni una sensación de somnolencia. Era otra cosa: una presencia reconfortante que no eliminaba el dolor, pero lo desplazaba lo suficiente para que el cuerpo pudiera descansar, para que la mente pudiera recordar que era capaz de disfrutar.
Mara cerró los ojos, se dejó llevar por el vaivén, y por primera vez en meses, la respiración se le hizo ligera.
Esa noche durmió mejor. No se despertó a cada hora ni tuvo la habitual sensación de que la cama era un enemigo más. Despertó con el cuerpo algo menos tenso, el ánimo un poco menos quebrado.
Los días siguientes comprobó que la mecedora tenía un efecto constante. Bastaban unos minutos meciéndose para notar el alivio sutil. No desaparecían los problemas de fondo, pero era como si el dolor retrocediera unos pasos, lo suficiente para dejar espacio a la tranquilidad.
Descubrió que según su estado de ánimo, la mecedora respondía diferente. Si estaba ansiosa, el calor subía más rápido, la envolvía como una manta invisible. Si el dolor físico era más fuerte, el balanceo se volvía más envolvente, con un peso justo que la ayudaba a asentarse. Si simplemente estaba triste, la silla le ofrecía un movimiento casi maternal, como si un abrazo antiguo la meciera sin prisas.
Mara empezó a reservar momentos del día para sentarse allí, sin culpa, sin prisa. Un ritual nuevo en medio de la maraña de tratamientos y citas médicas.
No le contó a nadie. No quería explicar lo inexplicable, ni lidiar con miradas incrédulas. La mecedora se convirtió en su secreto, su refugio, su pequeña isla de alivio en medio de días difíciles.
Hubo días en los que no podía evitar las crisis, en los que el cuerpo se rebelaba con más violencia. Pero incluso entonces, tras un rato en la mecedora, las lágrimas salían más suaves, la rabia se desinflaba, la sensación de encierro se aligeraba.
Una tarde especialmente dura, tras un día de recaídas físicas y un diagnóstico desagradable, se sentó más tiempo de lo habitual. Cerró los ojos, dejó que el calor la envolviera. Y en medio del vaivén sintió otra cosa: un murmullo sordo, como un susurro ancestral que no entendía con palabras, pero que el cuerpo reconocía como consuelo.
Recordó a su abuela, a sus manos peinándole el cabello cuando era niña, a las noches en el porche del pueblo. Recordó la versión de sí misma que había olvidado, la que era capaz de disfrutar de las cosas pequeñas sin sentirse culpable por no rendir como el mundo esperaba.
Las lágrimas se deslizaron sin resistencia, y después, una sonrisa tímida.
La mecedora, comprendió, no era una cura. Era un puente. Un recordatorio físico de que el alivio podía existir en pequeñas dosis, que aunque la enfermedad no se fuera, siempre podía haber un rincón donde el dolor no lo controlara todo.
Pasaron los meses. Mara fue recuperando pequeñas rutinas. Volvió a leer más, a escuchar música suave. Se permitió paseos breves. No porque estuviera mejor físicamente, sino porque mentalmente ya no se sentía atrapada.
La mecedora seguía allí, paciente. Un refugio sin exigencias, sin juicios, sin falsas promesas.
Cada tarde, después del ruido del día, después de las fatigas acumuladas, ella se sentaba allí y dejaba que el cuerpo recordara: no todo es sufrimiento, no todo es peso. Siempre puede haber un rincón amable, un calor que acaricie en vez de quemar, un movimiento que no empuje, sino que sostenga.
Y eso… ya era mucho más de lo que había imaginado.
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