Shyra llegó a mi vida como un regalo silencioso, de esos que no se anuncian con fuegos artificiales, pero que transforman todo lo que tocan. Desde el primer día, con su mirada limpia y su energía juguetona, supe que no era solo un animal, ni una compañía pasajera: ella era mi amiga, mi confidente, mi sombra luminosa.
Durante dieciocho años caminamos juntas. Dieciocho años que parecen eternos y a la vez se me hacen un suspiro ahora que han terminado. En todo ese tiempo, Shyra fue mucho más que presencia. Era fuerza cuando yo no la tenía, era juego cuando el mundo pesaba demasiado, era calor cuando mi tristeza me dejaba fría por dentro. Siempre supo leerme sin necesidad de palabras: si estaba rota por dentro, ella simplemente se sentaba a mi lado, respirando conmigo, recordándome que no necesitaba nada más que esa compañía fiel para volver a encontrar fuerzas.
Shyra no conocía el rencor, ni la queja. Incluso cuando los años fueron marcando su cuerpo, cuando la vejez parecía querer detenerla, ella seguía mirando con la chispa de siempre, con esa manía preciosa de querer jugar, de traerme a la vida con su energía. Había algo en ella que no envejecía nunca: su capacidad de alegría pura.
Ayer llegó el momento que nunca quise imaginar. La vi luchar por respirar, la vi cansada, y mis manos no podían sostener el tiempo ni detener lo inevitable. Se me estaba escapando entre los dedos, y yo solo podía acompañarla, como ella me acompañó siempre a mí. Esa última noche se quedó grabada en mi piel: el silencio, su esfuerzo, y el vacío que dejó cuando su cuerpo finalmente se rindió. Shyra murió, y con ella murió también un pedazo de mi corazón.
No habrá más carreras detrás de mí, ni juegos inesperados, ni esa manera suya de clavarme los ojos cuando sabía que yo estaba triste. La casa se siente más grande y más vacía, como si las paredes mismas la extrañaran. Y, sin embargo, entre lágrimas, también hay gratitud. Porque Shyra vivió dieciocho años llenos, plenos, hermosos. Vivió como quiso: fuerte, alegre, libre, siempre dispuesta a regalar amor.
Yo no puedo quedarme en la tristeza de haberla perdido, porque lo que ella me enseñó es justo lo contrario. Me enseñó a disfrutar el instante, a quedarme con lo luminoso, a jugar incluso cuando todo parece derrumbarse. Así que hoy la lloro, pero también sonrío. Porque Shyra fue mi compañera de vida, mi fuerza, mi amiga. Porque compartimos dieciocho años que nadie me podrá quitar.
Y cuando el dolor de su ausencia me ahogue, volveré a sus recuerdos: a los juegos, a sus ojos brillantes, a la manera en que siempre, siempre estaba a mi lado. Porque Shyra no se ha ido del todo. Ella sigue viva en mí, en cada recuerdo bonito, en cada pedacito de mi alma que guarda su nombre.
Se fue un pedazo de mi corazón, sí. Pero lo que queda late con fuerza porque estuvo ella. Y por eso, aunque la tristeza me acompañe, también lo hará la alegría de haberla tenido, de haberla amado y de saber que le di la mejor vida posible.
Shyra fue y será siempre mi compañera. Y su recuerdo, mi tesoro más grande.
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