Cada mañana me despierto envuelta en un cuerpo que pesa como si fuera de plomo. Mis músculos, duelen antes de que abra los ojos y mis manos, tardan en moverse. Siento como si cada célula reclamara atención. Me obligo a levantarme porque sé que la vida no espera, aunque la fatiga, se adhiera a mis huesos.

En el silencio del baño, observo mi reflejo. Hay días, en que la piel brilla y los ojos parecen despiertos, pero por dentro, una tormenta de espasmos y agotamiento recorre mi espalda, mis piernas, mi cuello. Camino despacio, mido cada paso, y aún así la energía se desvanece rápido. La ropa pesa y pincha. La luz me molesta. No puedo planear más allá de la próxima hora porque mi cuerpo dicta su propio ritmo.

Me doy cuenta de que, para muchos, soy una actriz sin escenario. En reuniones, sonrío y charlo para no alarmar a nadie, pero mis dedos, hormiguean y mi mente se nubla. Entonces, cuando alguien me pregunta si exagero, respiro y pienso: crees que finjo estar enferma, pero en realidad finjo estar bien. Es una frase, que resume la paradoja en la que vivo. No busco compasión; busco espacio para reconocer, que la máscara de normalidad, es un disfraz que me protege.

Convivo con un dolor que no entiende de horarios. Hay momentos en los que me sorprende en medio de la noche con un latigazo en la cadera; otras veces, se presenta como un zumbido constante en la nuca que me impide concentrarme. Hay días, en los que me pesa la simple idea de abrir una lata de conservas, sujetar un bolígrafo o subir unas escaleras. La mente, también sufre: las palabras se escapan, la concentración se diluye como niebla y me siento perdida en mi propia casa.

Sin embargo, en medio de la fatiga y el desconcierto, busco pequeñas victorias: un paseo corto en la orilla del mar, el aroma del café recién hecho, una conversación tranquila. Aprendo a escucharme, a perdonarme los olvidos, a darme permiso para descansar sin sentir culpa. Mi cuerpo, a veces, parece un enemigo, pero también es mi casa. Aunque tenga que fingir estar bien para que el mundo siga su curso, encuentro fuerza en la honestidad con la que nombro mi dolor y en la certeza de que, a pesar de todo, aún late algo dentro.


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