
A veces, me pregunto cómo algo tan pequeño puede tener tanto poder. La llaman la mariposa del cuerpo, pero la mía perdió el vuelo. Desde que la fibromialgia se instaló en mi vida, arrastró la fuerza de mis músculos, la claridad de mis días y también la estabilidad de mi tiroides. No apareció sola, vino como una consecuencia más de ese huésped silencioso que altera todo lo que toca.
Pertenezco a quienes engordan sin comer, a quienes cargan con un cuerpo pesado sin llenarlo de excesos. Amanezco con cansancio antes de abrir los ojos, como si la noche hubiera añadido más peso en lugar de alivio. El frío me cala, el cabello cae, y el espejo devuelve una imagen distinta, una mujer que parece arrastrar un cuerpo ajeno. No es vanidad;, es desconcierto. Esa figura, que debería sostenerme, me resulta extraña.
El hipotiroidismo no llega con estruendos. Se instala en lo cotidiano. En el botón del pantalón que de pronto aprieta, en la lentitud de unas escaleras, en la neblina mental que borra gestos sencillos como recordar dónde están las llaves. Se vuelve un tirano discreto, pero implacable. Una mariposa rota capaz de tambalear toda la maquinaria del cuerpo.
Vivir con fibromialgia significa caminar entre nieblas densas, y cuando la tiroides calla, la niebla se vuelve muralla. El mundo avanza con prisa y yo permanezco detrás, atrapada en un cuerpo rebelde. Desde fuera, todo parece normal. La gente aconseja: “anímate”, “pon de tu parte”, “haz más ejercicio”. Nadie alcanza a comprender que la batalla no está en brazos ni piernas, sino en ese diminuto núcleo de mariposa apagada que gobierna la energía y se resiste a cumplir su misión.
He aprendido a convivir con ello, aunque duela. A veces, me abrazo fuerte para sostener mi propio peso desde dentro. A veces, me río, porque la risa aligera lo que la medicina no consigue. Y en otros momentos, dejo que las lágrimas fluyan, sin culpa, porque también curan lo invisible.
Mi tiroides no late como el corazón, no piensa como el cerebro, no se mueve como los músculos. Marca el ritmo de mis días, la velocidad de mis pensamientos, la resistencia de mis pasos. Cuando ese ritmo se rompe, escucho con más atención. Encuentro refugio en lo pequeño. Un té caliente, una canción suave, un descanso breve que no repara del todo, pero me recuerda que sigo presente.
Vivir con fibromialgia e hipotiroidismo significa habitar un cuerpo pesado, distinto, y aun así mío. Es el único hogar que tengo. Dentro de él, aunque cansada y herida, sigo intentando que la mariposa, rota, dormida, olvidada de su vuelo, recuerde, al menos por instantes, la ligereza del aire.
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