La casa estaba en silencio, pero no de ese silencio ligero, sino de uno denso, lleno de respiraciones contenidas y pensamientos que pesan. Ella estaba recostada en el sofá, envuelta en su manta favorita, esa que olía a suavizante y a refugio. La televisión estaba encendida, pero no miraba nada, porque hoy, hasta mirar, parecía un esfuerzo.

Había aprendido a reconocer esos días en los que el cuerpo pesa más que el alma. En los que el aire se siente denso y cada articulación parece hecha de plomo. No era tristeza, o quizá sí, un poco. Era ese agotamiento invisible que nadie ve, ese que no entiende de horarios, de planes ni de sonrisas impostadas.

El sonido de la puerta rompiendo el silencio la hizo parpadear. Él entró, con paso lento, como quien sabe que cualquier ruido puede romper un delicado equilibrio. La miró con ese tipo de amor que sabe leer entre los gestos, que entiende los silencios y que jamás necesita explicaciones.

Se acercó sin decir palabra y se sentó a su lado. Durante unos segundos, no hizo nada. Solo estuvo ahí, acompañándola en su espacio, respirando con ella. Y entonces, muy despacio, dejó que su mano se deslizara hasta su rostro y la acarició con suavidad, sabiendo exactamente dónde duele, incluso sin que se lo dijera.

Ella cerró los ojos. Fue apenas un roce, pero en su pecho se encendió un temblor pequeño, como si esa caricia tocara un lugar que el dolor no podía alcanzar.

—No necesito hablar, ¿verdad? —susurró ella, casi inaudible.


—No —contestó él, y en esa sola palabra había un refugio entero.

Su mano bajó hasta su nuca, trazando un camino lento hasta la espalda, sin prisa, sin exigencia. Sabía dónde podía tocar y dónde no. Sabía, que algunas zonas estaban sensibles, que la piel misma parecía quejarse. Y, aun así, la acarició con un cuidado inmenso, como si cada movimiento fuera un recordatorio que decía “Te veo. Te siento. No estás sola.”

Ella lo sintió. Sintió cómo, por primera vez en todo el día, su respiración se acompasaba con la de él. Era un gesto de ternura. Era sostén. Era un recordatorio de que el amor no siempre grita, a veces, sólo susurra.

Recordó entonces todas las veces que había confundido cercanía con urgencia, pasión con exigencia, contacto con posesión. Recordó los días en que pensaba que amar era complacer, que entregarse significaba desaparecer un poco. Pero ahora lo entendía, el verdadero amor abraza, acompaña y habita contigo.

Los gestos pequeños empezaron a tener otro peso.
Un roce en la espalda mientras cocinaban.
Un “te veo” escondido en el simple hecho de alcanzarle un vaso de agua.
Una mano que busca la suya mientras caminan sin hablar.

En esos detalles estaba todo lo que antes había pasado por alto.
Era ahí donde el cuerpo encontraba descanso, donde el alma se sentía sostenida.

—No sabes cuánto lo necesito —susurró, dejando que sus dedos entrelazaran los de él.


—Sí lo sé —respondió él, y sonrió con los ojos cerrados, como si ese contacto también lo sanara a él.

Había aprendido que el estremecimiento más profundo no lo provoca un cuerpo sobre otro, sino la certeza de ser mirada sin ser medida. De ser sentida sin ser deseada. De ser amada sin condiciones.

Ese día, en ese sofá, con esa caricia lenta, algo se aflojó dentro de ella. No era que el dolor desapareciera, ni que las heridas mágicamente se cerraran. Era que, por primera vez en semanas, su alma se sintió un poco más ligera.

Y comprendió, en ese instante, que el amor verdadero no cura el cuerpo, pero calma el alma, y, a veces, eso es más que suficiente.


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