Como una galleta aplastada

¿Sabes cómo se sienten las galletas aplastadas? Yo sí. No es solo el golpe que te rompe, es la sensación de haber perdido la forma. De seguir estando… pero distinta. De saber que, por dentro, mi esencia sigue intacta, pero ya no encajo en lo que otros esperan de mí.

Hay días en los que intento recoger mis trozos con cuidado, como quien junta pedazos de porcelana rota. Me esfuerzo por recomponerme, por mostrar una sonrisa, por decir “estoy bien” aunque las emociones crujan por dentro, igual que esas galletas partidas que intentas unir y nunca vuelven a ser las mismas.

Pero también hay días en los que no puedo disimularlo. Días, en los que me siento arrugada, partida, como si la vida me hubiera metido a presión dentro de una caja demasiado pequeña. Días, en los que me descubro como una galleta olvidada en el fondo de un bolso, aplastada, deformada, cubierta de polvo… pero con un sabor que, si alguien se detuviera a probar, aún sabría a hogar.

No es fácil vivir así. Con miedo a romperte más. Con la esperanza rota, pero todavía tibia. Con esa sensación de no brillar como antes, pero sabiendo que, de alguna forma, algo dentro sigue latiendo.

Y, sin embargo… aquí estoy. Aplastada, sí, pero no desaparecida. Con mis grietas, mis marcas, mis migas. Tal vez ya no me veas perfecta, ni entera, ni brillante. Pero sigo siendo yo. Con mi esencia intacta. Con mi dulzura intacta. Con esa parte secreta que la vida no ha podido aplastar.

Porque, incluso las galletas rotas, aunque ya no tengan la misma forma, siguen sabiendo igual.


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